miércoles, 2 de julio de 2014

«CAPRICHO IMPERIAL», DE JOSEF VON STERNBERG



Por Francisco López Martín

 
Entre las siete películas que rodaron juntos Josef von Sternberg y Marlene Dietrich hay dos obras maestras, como mínimo: El ángel azul (Der blaue Engel, 1930) y Capricho imperial (The Scarlet Empress, 1934). Aunque esta última, a diferencia de la primera, fue en su momento un fracaso de público y crítica, Sternberg no se equivocaba cuando escribió en sus memorias: «Juzgada por los criterios que imperaban entonces o por los que existen en la actualidad, merecería haber triunfado». Aquel «implacable ejercicio de estilo», dominado por «mi irrefrenable tendencia a demostrar que el cine podía ser un arte» y en el que «no había escena que no llevara mi impronta»,[1] constituye una de las muestras más brillantes de lo que podríamos denominar «cine barroco», caracterizado, por seguir la definición que de este adjetivo ofrece María Moliner, «por la complejidad en la forma y una intensa expresividad en todas sus manifestaciones», pero también, atendiendo a la definición del Diccionario de la Real Academia Española, «por la profusión de volutas, roleos y otros adornos en que predomina la línea curva».

Todas estas características (complejidad de la forma, expresividad intensa, profusión de adornos, predominio de lo curvo) se encuentran en Capricho imperial ya desde los títulos de crédito. La sucesión de encadenados y cortinillas y la continua presencia de elementos dinámicos en las imágenes que se nos muestran (unas banderas ondeando, una corona que gira[2], una procesión de estandartes que avanza) va acompañada de una sucesión de elementos heterogéneos en la banda sonora (un grave ritmo de percusión, el dramático primer tema de la Cuarta sinfonía de Chaikovski, una jovial música de marcha…). Movimiento frente a estatismo, sinuosidad frente a linealidad, plenitud frente a vacío: ésas parecen ser las cartas estilísticas que, desde el primer momento, la película pone sobre la mesa, y que no dejará de explotar durante sus casi dos horas de duración:


Acabados los títulos de crédito, aparece un letrero que sirve como introducción al relato, y que, al mismo tiempo, lo resume: «Hace dos siglos, en un rincón del Reino de Prusia, vivía una princesita a la que el destino convirtió en la monarca más grande de su época: la zarina de todas las Rusias, la infame Mesalina del Norte». En efecto, la película no es sino la historia de la transformación de la princesita a la que enseguida veremos en primer plano, de espaldas a la cámara:


en la zarina de todas las Rusias, la infame Mesalina del Norte, captada en la apoteosis final:


Itinerario biográfico, pero también moral: del rostro púdicamente vuelto de la niña Sofía, que enseguida se volverá en escorzo para hacerse visible en toda su belleza inocente, a la cara de indescriptible goce, registrado en primer plano, de Catalina la Grande, sobreimpreso, por una parte, con un Cristo triunfante al fondo, y, por otra, con dos hileras de la caballería que parecen abalanzarse impetuosamente sobre ella, The Scarlet Empress, vestida engañosamente, como Sofía al comienzo de la película, de blanco inmaculado[3].

En una historia cuyo desenlace conocemos desde el principio, lo importante es la capacidad de seducción del desarrollo: sus volutas, sus roleos, sus adornos, que Sternberg explota con intensidad creciente a lo largo de toda la película, pero que ya se encuentran en el plano inmediatamente posterior a la aparición del cartel, un plano secuencia de treinta segundos de duración en el que los movimientos concatenados de los actores en el interior del encuadre se conjugan con un complejo movimiento de la cámara (retroceso, izquierda, derecha, elevación, avance), y en el que aparece por vez primera un recurso que Sternberg explotará a fondo durante toda la película: una puerta que se abre[4]. La naturalidad que desprende la escena, ese carácter orgánico que siempre se encuentra en el mejor Sternberg, no deben ocultarnos el hecho de que asistimos a una doble coreografía preparada al milímetro y ejecutada con la máxima perfección por los cinco intérpretes y la cámara. El sexto permanece inmóvil y casi invisible debajo de las sábanas, pero a él se le reserva un privilegio que se niega a los demás: el primer plano que vemos justamente a continuación. Nada más lógico, puesto que Catalina es la protagonista del relato:


Junto a la complejidad, la expresividad y la naturalidad, también la ironía: un pliegue, una voluta metafórica, de las muchas que abundarán en una película en la que lo melodramático está hábilmente entreverado con lo cómico[5]. Porque, si el cartel nos había dicho que «el destino» era la causa de la entronización –y la corrupción– de la princesita, esta escena pone rostro y voz a esa entidad inmaterial: los de la madre que, impetuosa, entra en el cuarto de la niña enferma y que, antes incluso de interesarse por su salud, amonesta al ama de llaves: «¿Cuántas veces debo decirte que Sofía no debe seguir jugando con juguetes? Ya tiene siete años […] Trabajo día y noche para conseguirle un matrimonio de prestigio y tú lo haces todo mal». El destino: una madre ambiciosa y tiránica. Tan ambiciosa y tiránica como la emperatriz Isabel, que hará casarse a Sofía con un idiota, el gran duque Pedro, para conseguir un heredero varón, y que será la causante última de la transformación de la Catalina niña en la Catalina mujer, al mostrarle la infidelidad del duque Alejandro, su amor verdadero. Sofía no podrá jugar con muñecas (aunque enseguida veremos que, en realidad, esconde una debajo de las sábanas), pero ella misma será una muñeca –aspecto subrayado durante la primera parte del largometraje por la admirable interpretación que hace Dietrich del personaje– en manos de dos madres terribles, un juguete a disposición de los arreglos y las manipulaciones de sus dueñas sucesivas. 

Catalina en la corte: una muñeca engalanada para un idiota
 
Si examinamos en toda su extensión la primera secuencia de la película, veremos que está compuesta por diez planos. En tres de ellos hay movimientos de cámara; en siete, movimientos de los actores. Además, Sternberg se resiste a repetir el mismo encuadre: el cine de la curva implica, por tanto, predominio del movimiento, pero también de la variedad. Fijémonos, por ejemplo, en la serie de primeros planos que dedica a Catalina:


El cine de Sternberg –un cine del deseo, una celebración del eros profundamente antipuritana– es eminentemente sensual, acariciante, envolvente. La luz no es dura, sino difusa; el claroscuro modela la materia como si los cuerpos fueran una sustancia infinitamente plástica. Los volúmenes predominan sobre las líneas; la atmósfera difumina los contornos. No obstante, todas estas características alcanzan en Capricho imperial no sólo una plenitud asombrosa, sino también una decantación única. Pues si el cine de Sternberg puede caracterizarse en general como un cine barroco, el barroquismo de Capricho imperial, en especial desde el momento en el que Catalina llega a una corte poblada por decorados de fantasía, alcanza cotas difícilmente superables, sin que, no obstante, el horror vacui que destilan sus imágenes caiga jamás en un esteticismo huero.

En la escena de la boda de Catalina y Pedro se dan cita todas las características estilísticas señaladas hasta ahora. Haciendo abstracción de los movimientos ejecutados por la cámara, por los actores o por los objetos mismos (incensarios y velas, como ésa que palpita al ritmo de la respiración de la temblorosa Catalina), fijémonos en la saturación de algunas de las composiciones, casi extraídas al azar: 


De izquierda a derecha, de arriba abajo, desde el primer término hasta el último de la imagen, e independientemente de la escala del plano o del número de intérpretes a los que encuadra, apenas hay espacios vacíos; y, cuando los hay, consisten en sombras de densidad casi palpable. Sin embargo, lejos de resultar opresiva, la proliferación de elementos y el uso constante del claroscuro, en combinación con un montaje pausado que permite paladear lo que se nos muestra, consiguen su propósito evidente: fascinar la mirada del espectador.

En Capricho imperial, la complejidad de la forma, la intensa expresividad, la profusión de adornos y el predominio de lo curvo sirven tanto para retratar el boato de una boda real y el efecto de ésta en la psicología de los personajes como un acto en apariencia sencillo: la caída de un objeto lanzado por una ventana. Catalina, despechada al saber que el conde Alejandro es el amante de la zarina Isabel, arroja por la ventana el camafeo que éste le ha regalado. Sternberg dedica cinco planos diferenciados a mostrarnos su caída, amortiguada por las ramas de los árboles:


En la escena anterior, la zarina pide a Catalina que, antes de abandonar su cuarto, apague las velas. Hay muchas formas de apagar unas velas y de mostrarlo cinematográficamente, pero el artista de la curva sabe que, cuanto mayor sea el rodeo (sin desbordar el movimiento narrativo) y más ameno (es decir, diverso) lo haga, mayor será el efecto estético. Por eso, Catalina apaga las velas en cinco encuadres emparentados pero distintos, siempre con un movimiento de entrada en plano:



Con la salvedad de que no son cinco, sino seis, las velas que apaga, como queda claro cuando, entre el primero y el segundo de los planos que acabamos de mostrar, Sternberg inserta un plano del rostro de la zarina, que primero aparece iluminado y después en sombras, mientras mueve la cabeza para seguir con la mirada a Catalina:


Precisamente en ese plano, la zarina empieza a dar a Catalina indicaciones sobre el lugar por el que debe abandonar la estancia, que continúan mientras en el reloj suenan primero los cuartos y, después, las campanadas –doce– que marcan la hora. Todavía no lo sabemos, pero estamos ante la escena clave de toda la película, el punto de inflexión en la psicología de Catalina y en el desarrollo del relato. Entre la cuarta y la quinta vela que vemos apagar, Sternberg inserta un primer plano del reloj, que casi de inmediato empieza a dar las campanadas, mientras el mecanismo hace girar las figuritas:


Las doce: el sueño romántico de Catalina, prendada del conde Alejandro, toca a su final. Un final que Sternberg, en sintonía perfecta con la sinuosidad moral de la zarina, quiere demorado. Pues la estética de la curva es también una estética de la dilación. Por eso Catalina tarda aún cuatro largos planos, con puertas que se abren y se cierran y toda una profusión de giros, movimientos y exploraciones del espacio por su parte para ver al conde subir por las escaleras. Y por eso Sternberg descompone su reacción en una serie de planos de admirable progresión dramática[6], con detalles de puntuación elegantísimos y el apoyo de la música, que hasta ese momento había estado ausente de la escena. Mientras Alejandro sube por las escaleras que conducen al aposento de la emperatriz, Catalina lo observa desde el umbral de la puerta que acaba de franquear, 


sube por las escaleras incapaz de creer lo que ve, 


siente tras la puerta del aposento real la intensidad de la herida que acaba de sufrir mientras cierra los ojos, 


baja aturdida por unas escaleras que parecen infinitas, 


arroja furiosa el camafeo contra el suelo,


lo destroza pisoteándolo 


y, por fin, lo lanza con gesto aún infantil por la ventana:


En manos de Sternberg, la utilización de todos los recursos que hemos señalado –en la que la capacidad de caracterización de los ambientes y la psicología de los personajes por medios puramente visuales, propia de los maestros del cine mudo, se da la mano con una sensibilidad maravillosa para los efectos logrados con la banda sonora– parece lo más sencillo del mundo. En realidad, el propio Sternberg no volvería a superar, por unas razones o por otras, los logros estéticos de esta película. A nuestro juicio, la demostración de fuerza y originalidad visual –y sonora– que constituye Capricho imperial apenas tiene parangón no sólo en la filmografía del propio Sternberg o en la producción hollywoodiense de los años 30, sino en toda la historia del cine. Tal es la entidad de una obra de inventiva y belleza extraordinarias.

En el siguiente enlace, la secuencia con la que hemos concluido nuestro análisis:










[1] Josef von Sternberg, Fun in a Chinese Laundry, Secker & Warburg, 1966, p. 265. Hay traducción castellana: Diversión en una lavandería china, traducción de Natividad Sánchez, Ediciones JC Clementine, 2002.
[2] El primero de los varios objetos giratorios que Sternberg nos muestra a lo largo de la película.
[3] Plano, por otro lado, cuya imaginería visual nada tiene de gratuita, puesto que tres han sido los pilares del triunfo de Catalina: la alianza con la iglesia, el apoyo del ejército y la explotación de su capacidad de seducción de los hombres, contemplada, como en todo el cine de Sternberg, con admiración absoluta y sin el menor atisbo de condena. Catalina habrá pasado a la historia, además de como una reina atraída por los ideales de la ilustración y como una gran mecenas de las artes, también como una mujer licenciosa (es decir, libre desde un punto de vista sexual); Sternberg la retrata como «una de esas mujeres extraordinarias que crean sus propias leyes y su propia lógica», por utilizar las palabras que le dirige hacia el final de la película el conde Alejandro.
[4] Efectivamente, son numerosos los planos donde aparecen puertas que se abren y se cierran, por las que salen o entran personajes. El recurso contribuye a imprimir dinamismo y, en muchas ocasiones, sirve además para explotar en mayor medida la profundidad de campo, una de las notas esenciales del estilo de Sternberg.
[5] Es una de las grandes virtudes de la película, sin la cual, muy probablemente, el elemento kitsch que forma parte de la poética de Sternberg se habría adueñado de ella.
[6] La simple comparación entre el plano en el que baja por primera vez las escaleras, sin conocer aún la identidad del amante de la zarina, y el plano en el que las baja por segunda vez, cuando ha comprobado que se trata del conde Alejandro, da toda la medida del talento y la sensibilidad de Sternberg.

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